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¿Por qué tuvo el perro que esperar al humano para ir al espacio? Pequeño ensayo sobre la distinción de la naturaleza humana y animal

 

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“Salud e inteligencia

son los dos beneficios

de esta vida”

Meandro de Atenas

Barón despreocupado, pasando el tiempo
Propia

Hace un par de meses murió Barón, el gato de la casa. En vida, consideré a Barón un gato muy inteligente. Como si llevase un reloj, dejaba de hacer sus cosas de gato casero y se sentaba puntualmente en la entrada para recibirme al volver del trabajo. Sabía exactamente a quienes maullarle para que le dieran un poco de comida, a pesar de ya haber comido. Entendía que zonas de la casa debía evitar y en cuáles podía reposar por largas horas, sin que nadie se lo dijera. En contra de lo que me gustaría, tenía muy bien desarrollada la habilidad de reconocer el medicamento escondido estratégicamente en medio de su plato de comida para evitar tomarlo. Aunque solía llevar una expresión seria, no había que dejarse engañar. La verdad es que era un gato muy sociable, no le temía a las personas y siempre se dejaba acariciar por las visitas hasta que él considerase que “ya fue suficiente”.

    La madre adoptiva y yo acogimos a Barón cuando tenía apenas unos cuatro meses, ya hace muchos años. Antes de aquel primer contacto, sabíamos muy poco de él. Un par de descripciones que nos habían dado, y una única foto de cerca, fueron suficientes para enamorarnos de él y querer agregarlo en nuestras vidas lo antes posible. Quien nos lo entregó, mencionaba que “el gatito” (aún sin nombre para ese momento) sobrevivía en la calle comiendo lo que encontrase. En aquel entonces, no era el gato sociable que llegó a ser, se alejaba cuando lo intentaban tocar, y trataba de evitar a los humanos a toda costa, a menos que le generasen la suficiente confianza. Recibimos al gatito en una caja amplia y agujerada para su ventilación. Atraparlo no le fue difícil, pues, quien nos los entregó era de esos humanos, en los que el gatito confiaba. La persona solía darle un poco de comida para su disfrute, sin duda un sabor más agradable que lo que solía comer en cualquier lado. La confianza del gatito hacia la persona llegó a su máxima cuando, después de muchos intentos, por fin se dejó acariciar. Gracias a esa confianza pudo tomarle la única foto de cerca conocida. Lamentablemente, la persona, por motivos propios, no podía permitirle la entrada a su casa al gatito y todos sus encuentros sucedieron fuera de ella. Coordinamos el día en que lo llegaríamos a buscar. Mientras íbamos en camino, la persona atrapó al gatito cuando este terminó de comer lo que le había regalado minutos antes, lo metió en la caja, y los cuatro nos encontramos en sitio acordado. Luego de una visita al veterinario, finalmente regresamos a casa con el nuevo miembro de la familia.

    La primera semana que Barón empezó a vivir con nosotros, mientras se adaptaba a su nuevo hogar, me acerqué a él con una hoja de papel que, a primera vista, contenía unos cuantos garabatos dibujados. En la hoja se mostraban, a modo de infografía secuencial, seis pasos de cómo debía utilizar su nuevo arenero. A la mamá adoptiva le pareció que la escena tenía el mismo nivel de chistosa como de tonta. Ver cómo un adulto intentaba enseñarle a un gato dónde y cómo debía responder al llamado de la naturaleza, definitivamente no es algo que se ve todos los días. Pero, más tardó en afirmar “eso no va a funcionar” cuando, para su sorpresa, al llevar al gato al arenero, posterior a la lección, replicó los seis pasos exactamente como le fueron instruidos minutos antes. Para el resto de la semana, mi nuevo título como “encantador de gatos”, se volvió en mí contratesis definitiva cada vez que la mamá adoptiva aseguraba que el gato sentía más afinidad por ella.

    Es posible que usted, amigo lector, pueda compartir conmigo cuando digo que Barón era un gato muy inteligente. Si usted tiene una mascota, es probable que usted también le considere muy inteligente, con alguna habilidad que nunca ha visto en otro animal. Los propietarios de mascotas con los que me he topado hemos compartido esta misma conversación varias veces, tendemos a realzar ese “algo” que pensamos que les hace distinto, destacándolo sobre los demás de su especie. A veces sobre especies de otros géneros y familias. Es un reto pensar lo contrario, quiero decir, nunca he visto otro gato que pueda seguir instrucciones de una infografía… o quizás no he prestado la suficiente atención.

    Por mucho que Barón pareciese comprender los horarios de las personas, identificar con quienes tenía más posibilidades de conseguir un beneficio personal, o replicar los garabatos de un trozo de papel para usar el arenero, es necesario aceptar la verdad. Lo cierto es que, si se hubiese medido su coeficiente intelectual, casi con total seguridad, los resultados serían parecidos a los de cualquier otro gato casero. En realidad, desde un punto de vista biológico, sus comportamientos son totalmente esperados.

    Ese “algo” que notamos en nuestras mascotas, que desde una perspectiva subjetiva es lo que decimos que lo hace destacar de los demás de su género, es lo que en biología se denomina plasticidad conductual.

    La capacidad que tiene un organismo para adaptarse al entorno en el que se encuentra proviene de la información genética que heredamos de nuestra línea recta ascendente de parentesco, que continuamos heredando en línea recta descendente y que en cada generación evolucionan ligeramente según las necesidades del momento. Al igual que, al acercar el pincel al lienzo, pintandolo del color que tomamos de la paleta, así mismo se retratan los patrones heredados de una generación a otra, teniendo la capacidad de ser replicados (entre las limitaciones patológicas y de especie) por la más joven. En el caso de Barón, no se trata de que tenga alguna capacidad que rebase sus límites genéticos, sino, más bien, su comportamiento obedece a kilómetros de código genético inscritos en cada núcleo celular, heredado de su línea recta ascendente, y a las necesidades de su entorno. En otras palabras, no es que Barón aprendió a usar el arenero por la instrucción que se le dio. Barón ya sabía usarlo. Al igual que sus padres (es decir, sus verdaderos padres), sus abuelos, y muchas generaciones de su línea ascendiente. Da igual si era un arenero (como fue su caso), campo abierto (como, probablemente, fueron sus padres y abuelos) o todo el desierto de Egipto (como, imagino, fue con sus antepasados), el actuar heredado siempre sería el mismo. De igual manera para sus demás comportamientos. Esta misma idea aplica para nosotros.

    Amigo lector, si preguntásemos a las personas cuál creen que es el factor que diferencia la condición humana con el resto del reino animal, casi puedo escuchar la respuesta más común a esta duda que hemos intentado contestar por cientos de años: la razón. Aunque es cierto que la manera de pensar de nosotros no es la misma que la del resto de los animales, no creo que esa sea (al menos la más sólida) diferencia con el resto de los animales. Evidentemente, usted y yo no pensamos igual que como piensa un perro, un pájaro o un tigre. Nuestra perspectiva del mundo, desde la visión humana, es completamente diferente a la de ellos. Pero también es muy probable que usted y yo no pensemos igual. Es posible que mi comprender sea distinto al suyo, al de mi hermano, al de la madre de Barón, al de la persona más popular de mi país o al de la persona que más admiro. La razón es un rasgo cognitivo que emerge de la interacción entre la genética y el ambiente. Se manifiesta como un patrón de pensamiento y toma de decisiones que se transmite culturalmente. Evidentemente, nosotros no vemos el mundo de la misma manera como la ven las aves en el cielo o la fauna marina en las profundidades. Pero, tampoco lo vemos igual que los demás miembros de nuestra especie.

    En esta entrada pretendo indagar sobre la naturaleza humana y su distinción respecto a los demás animales. No solo en lo que somos capaces de hacer, sino en aquello que decidimos hacer cuando nada nos obliga a hacerlo.

Racionalidad animalia

Retrato de David Hume
Por Allan Ramsay en Galería Nacional de Retratos de Escocia

Amigo lector, antes de seguir con esta sección, tengo una pregunta para usted: ¿Qué considera que es el bien? Por favor, tómese su tiempo para reflexionarla con profundidad.

    Quizás no sea una pregunta fácil de responder. Cuando se piensa, hay una idea que suele aparecer con frecuencia para intentar responderla: la razón, o mejor planteado, actuar con racionalidad. Desde tiempos antiguos, hemos vinculado el uso de la razón con la capacidad de discernir entre el bien y el mal. Definimos que el hecho de ser racionales nos hace “mejores” o, al menos, capaces de actuar bien. Nos gusta pensar que las personas que razonan actúan con ética, toman decisiones correctas o justas, y que es precisamente esa capacidad lo que nos distingue del resto del reino animal.

    Pero, ¿es realmente así?

    ¿Qué es la razón?

    Para los filósofos clásicos, la razón era el rasgo distintivo del ser humano. Platón, por ejemplo, veía al alma dividida en tres partes: lo racional, lo irascible y lo apetitivo. Lo racional era lo más elevado: la parte que debía gobernar sobre las pasiones y los deseos. Más adelante, Aristóteles definió al ser humano como un “animal racional” (zoon logikon), es decir, un ser vivo con la capacidad de pensar y deliberar sobre sus actos.

    Durante siglos, la razón fue asociada con la virtud, la moralidad y el dominio del instinto. Pero esa definición ha evolucionado. En el pensamiento moderno, especialmente desde la Ilustración, la racionalidad comenzó a entenderse no solo como la capacidad de actuar éticamente, sino también como la capacidad de tomar decisiones basadas en la lógica, la coherencia interna y la eficiencia para alcanzar fines específicos.

    En términos contemporáneos, la racionalidad no significa hacer el bien, sino actuar de forma consistente con ciertos objetivos. Por ejemplo, el filósofo alemán Jürgen Habermas distingue entre dos tipos de racionalidad: la racionalidad instrumental (orientada a lograr fines eficaces) y la racionalidad comunicativa (centrada en el entendimiento mutuo y la acción ética). Así, no toda acción racional es buena; puede ser perfectamente racional planear una guerra si eso maximiza un objetivo político o de supervivencia.

    Por eso, si yo no muerdo a una persona, no es porque haya superado mi animalidad. Simplemente, no tengo un motivo que lo justifique. Morder podría traerme consecuencias negativas: sociales, sanitarias, legales. Evitarlo es, en ese sentido, racional. Un animal, sin embargo, podría hacerlo si se siente amenazado o tiene hambre. Puede reaccionar porque entiende que debe proteger a un ser especial para él, como un perro entrenado para defender a su humano de un ataque o una hiena defendiendo sus crías de depredadores salvajes. Amigo lector, imagine por un momento que otra persona está a punto de atacar a un ser querido suyo. ¿Reaccionaría? ¿Cómo cree lo haría? ¿Consideraría siempre que morder al agresor es irracional por la naturaleza de la acción o racional por la legítima defensa? En el caso de una madre osa, no dudará en relucir sus puntiagudos dientes y afiladas garras delante del predador que ose atacar a sus cachorros. Y eso también es racional… desde su perspectiva.

    Cuando decimos que usamos la razón, muchas veces estamos hablando más de un juicio moral que de la función misma de la racionalidad. Sin embargo, la racionalidad no es sinónimo de bondad. Razonar, desde una perspectiva formal, es pensar, evaluar y actuar de acuerdo con ciertos principios de mejora, coherencia o eficiencia para alcanzar un objetivo. No hay necesariamente un componente moral en ese proceso.

    Esta idea de que los animales también pueden razonar ha sido defendida por pensadores como David Hume, quien sostenía que la mente animal y la humana no se diferencian por tipo, sino por grado. Para Hume, los animales, al igual que los humanos, aprenden por experiencia, establecen asociaciones entre ideas y ajustan su conducta en función de lo que les resulta útil o dañino.

    Por otro lado, Jeremy Bentham —precursor del utilitarismo y defensor de los derechos animales— cuestionó que la racionalidad sea el criterio válido para determinar la importancia moral de un ser. Su célebre frase lo expresa con claridad: “La cuestión no es ‘¿pueden razonar?’ ni ‘¿pueden hablar?’, sino ‘¿pueden sufrir?’”.

    Desde una mirada más contemporánea, la filósofa Donna Haraway propone pensar la relación entre humanos y animales no como una jerarquía racional, sino como una convivencia de inteligencias distintas pero complementarias. En su obra When Species Meet (2008), sugiere que los animales tienen agencia, negocian con nosotros y toman decisiones en entornos compartidos, especialmente en relaciones como las que establecemos con perros, gatos o caballos. Así, lo que llamamos racionalidad humana podría ser solo una de las muchas formas posibles de interactuar con el mundo.

    El entorno también tiene un peso determinante en la conducta racional. Para ilustrarlo, consideremos el contraste entre los chimpancés y los bonobos, dos especies que comparten el 99.6% de su código genético, pero que han desarrollado conductas sociales radicalmente distintas.

    Los chimpancés comunes (Pan troglodytes), que habitan al norte del río Congo, suelen comportarse de forma más violenta y jerárquica. Esto se debe, en parte, a la competencia con otras especies como los gorilas y a la escasez de alimentos en su entorno. Por el contrario, los bonobos (Pan paniscus), al sur del mismo río, viven en entornos con mayor abundancia y sin competencia directa, y han desarrollado estructuras sociales más cooperativas, igualitarias y pacíficas.

    Uno de los episodios más conocidos de violencia animal fue la llamada “guerra de los chimpancés de Gombe, documentada por la etóloga Jane Goodall. Durante cuatro años, dos grupos de chimpancés divididos por conflictos internos protagonizaron una serie de emboscadas, asesinatos y persecuciones sistemáticas.

    ¿Fueron estos actos irracionales? ¿O, por el contrario, se trató de un patrón de comportamiento estratégicamente orientado a la supervivencia del grupo? ¿Acaso no se parecen, en cierta medida, a decisiones humanas tomadas bajo presión o necesidad?

    Tal vez la racionalidad no sea un límite entre el animal y el humano, sino un lenguaje común con distintas formas de expresión. En ese lenguaje, lo importante no es si hay moralidad, sino si hay lógica detrás de la acción. En ese sentido, el lobo, el chimpancé y el humano podrían estar mucho más cerca de lo que nos gusta pensar.

El telos de la bíos

Réplica del HMS Beagle en Punta Arenas, Chile
Por Wolfgang Fricke en Wikimedia Commons

Si hay una intención inscrita en el código genético de cada ser vivo, esta es la conservación de la especie. La manera en que esa finalidad se expresa es a través de dos imperativos biológicos: sobrevivir y reproducirse. Ambas acciones conforman el motor de la evolución por selección natural.

    En 1859, Charles Darwin publicó su mundialmente conocido libro El origen de las especies. En él propone el término de selección natural, mecanismo mediante el cual los organismos que poseen características más favorables para su entorno tienen mayores probabilidades de sobrevivir y transmitir esas características a su descendencia. Este proceso no se trata de una dirección consciente, pero sí de una consecuencia lógica: aquellos organismos que no logran sobrevivir o reproducirse, simplemente desaparecen. La evolución es, en este sentido, un juego implacable: adaptarse o morir.

    Uno de los ejemplos más conocidos de esta dinámica es el del Raphus cucullatus, comúnmente conocido como el dodo. Esta ave no voladora habitó durante siglos la isla Mauricio, donde la ausencia de depredadores le permitió perder progresivamente su capacidad de vuelo y reaccionar ante amenazas, adaptaciones que ya no necesitaba. El aislamiento biológico le otorgó una seguridad evolutiva aparente, hasta que esa burbuja fue rota por la llegada de los humanos.

    Aunque popularmente se cree que el dodo fue exterminado por cazadores hambrientos, la realidad es más compleja. Estudios modernos señalan que su extinción se debió principalmente a cambios drásticos en su ecosistema: la introducción de especies invasoras como cerdos, ratas, monos —traídos por los colonizadores europeos a partir de 1598—; la destrucción de su hábitat; y la exposición a enfermedades para las que no tenían inmunidad. Los huevos del dodo, depositados sin defensa en el suelo, eran presa fácil para estos nuevos competidores. Los dodos, incapaces de adaptarse rápidamente a este nuevo entorno hostil, se extinguieron. En menos de un siglo, la especie desapareció por completo.

    El caso del dodo ilustra con crudeza una verdad biológica: el gen no perdona la inadaptación. La evolución no se detiene por nostalgia. Cuando una especie pierde su capacidad de responder al entorno, queda fuera del juego. Los dodos no desarrollaron mecanismos de defensa ni reconocieron al humano como amenaza; simplemente no tenían codificada esa posibilidad. Murieron no por crueldad directa, sino por no haber tenido tiempo (ni genética) suficiente para adaptarse a un mundo que cambió demasiado rápido.

    En cambio, muchos otros organismos han sido capaces de adaptarse. Y esos son los que sobreviven. Un ejemplo paradigmático de adaptación evolutiva es el oso polar (Ursus maritimus). Este mamífero ha desarrollado una serie de características físicas que le permiten sobrevivir en el Ártico: su grueso pelaje blanco le proporciona camuflaje y aislamiento térmico, mientras que su capa de grasa subcutánea lo protege del frío extremo. Estas adaptaciones le facilitan cazar focas en el hielo marino y resistir las bajas temperaturas.​

    Otra adaptación exitosa en el reino animal fue la polilla moteada (Biston betularia), cuya especie adquirió una coloración oscura durante la Revolución Industrial en Inglaterra, lo que le permitió camuflarse en árboles ennegrecidos por el hollín y evitar depredadores.

    En el reino vegetal, también se observan estrategias sorprendentes de adaptación. Muchas especies vegetales han desarrollado mecanismos sofisticados de defensa química ante herbívoros y se comunican entre ellas mediante señales volátiles, lo que aumenta su supervivencia colectiva. Por ejemplo, las cactáceas han evolucionado para prosperar en ambientes desérticos. Sus hojas se han transformado en espinas, reduciendo la pérdida de agua y protegiéndolas de herbívoros. Además, poseen tallos carnosos capaces de almacenar grandes cantidades de agua, permitiéndoles sobrevivir durante largos periodos de sequía.​ Si desea profundizar en este fascinante fenómeno, le recomiendo el video divulgativo "The amazing ways plants defend themselves" del Dr. Valentin Hammoudi.

    Los seres humanos no somos ajenos a este imperativo adaptativo; también estamos sujetos a presiones selectivas. A lo largo de nuestra historia evolutiva, hemos desarrollado tanto adaptaciones biológicas como culturales para garantizar nuestra supervivencia. Un ejemplo clásico es la tolerancia a la lactosa, adquirida por grupos humanos que domesticaron ganados hace aproximadamente 7,500 años, en Europa Central. Originalmente, la producción de lactasa, la enzima que permite digerir la lactosa de la leche, disminuía después del destete. Sin embargo, en comunidades que domesticaron ganado lechero, surgió una mutación genética que permitió la digestión de la leche en la edad adulta, proporcionando una ventaja nutricional significativa.​

    A nivel cultural, la transición del nomadismo al sedentarismo, hace alrededor de 12,000 años, marcó un hito en la historia humana. La adopción de la agricultura y la formación de asentamientos permanentes permitieron un aumento en la disponibilidad de alimentos y el desarrollo de sociedades más complejas. Esta transformación no solo facilitó el crecimiento demográfico, sino que también propició el surgimiento de estructuras sociales, políticas y económicas que han definido la civilización humana.​

    La adaptación (es decir, la constante búsqueda de supervivencia y reproducción en el entorno en el que cada individuo de una especie se encuentra, independiente al periodo de tiempo) es, entonces, la máxima fundamental del gen para la preservación de la especie. Ir en contra de esta máxima significa desafiar directamente nuestra propia existencia biológica. Toda especie que no obedezca a este imperativo de adaptación, inevitablemente se enfrentará a la extinción, tal como sucedió con el dodo y muchas otras especies a lo largo de la historia evolutiva.

    No obstante, surge una cuestión intrigante: ¿qué ocurre cuando, a pesar de comprender que la adaptación es esencial para la supervivencia, decidimos actuar en contra de este principio? A diferencia de otros animales, el ser humano posee una clara noción del tiempo y, en especial, de su propia mortalidad. El tiempo, finalmente, es una construcción humana; somos conscientes de que nuestro camino individual siempre culmina en la muerte, y por esta razón, gran parte de nuestros esfuerzos están destinados a garantizar la continuidad del colectivo. Somos capaces de reflexionar sobre el pasado, anticipar el futuro y comprender nuestra propia mortalidad. Esta percepción nos impulsa a buscar significados y propósitos que trascienden la mera supervivencia y reproducción. La conciencia humana del tiempo y del destino nos sitúa en una encrucijada fascinante y compleja: la posibilidad de desobedecer al mandato biológico, incluso sabiendo que esto puede significar el fin.

    Esta capacidad de ir más allá de los dictados de la biología plantea preguntas profundas sobre la naturaleza humana y nuestra relación con el entorno. ¿Qué ocurriría si, a pesar de conocer las consecuencias de no adaptarnos, escogiéramos ir en contra de este principio básico? En ocasiones, elegimos caminos que no necesariamente favorecen la conservación de nuestra especie en términos biológicos, sino que, responden a valores, creencias o aspiraciones que hemos construido culturalmente.​ Los animales también lo hacen. Para los chimpancés fue la guerra de cuatro años de Gombe. Para los humanos han sido dos guerras mundiales, una más longeva y devastadora que la otra, con apenas unos años de relativa paz entre ambas.

    ¿Existe en nosotros una libertad más profunda, capaz de sobreponerse a nuestro instinto evolutivo? Mientras que otras especies están atadas a los imperativos de la selección natural, nosotros hemos desarrollado la habilidad de cuestionar, redefinir y, en ciertos casos, desafiar esos imperativos en busca de objetivos que consideramos superiores o más significativos.

    ¿Realmente tenemos la capacidad de salir de las jaulas de la selección natural? ¿O solo somos una ficha, con un poquito más de consciencia, en el tablero del juego de la evolución?

    Sin duda, si quisiéramos, podemos elegir ir en contra de la preservación de la especie. En realidad, y creo que usted, amigo lector, podrá compartir conmigo que a veces da la sensación, sobre todo con el constante bombardeo de información mediática no filtrada que salta a nuestras pantallas, de que estamos jugando de esa manera. He visto a otros animales que van contra otros de su misma especie, pero generalmente se trata de una guerra de bandos y en zonas específicas. El constante miedo de un individuo contra los de su misma especie y mismas comunidades es una característica que únicamente la he visto en humanos.

    Sin embargo, ese miedo desaparece cuando migramos. El hecho de poder desplazarnos cientos de kilómetros de nuestro hábitat natural y adaptarnos al nuevo terreno, es una habilidad asombrosa del ser humano. Pero, sin lugar a dudas, al menos para mí, lo más sorprendente es la seguridad de la idea que tenemos, previo a la migración, que al movernos a un nuevo sitio continuaremos con vida. Exactamente, me refiero a la confianza. En la prehistoria, moverse a una tierra o comunidad desconocida, especialmente de manera solitaria, significaba muerte, al igual que ser la especie débil o menos numerosa donde migráramos. El ejemplo que más me gusta respecto a esto es el Gran Intercambio Biótico Americano, donde, en su mayoría, los animales oriundos de la región sur del continente tuvieron poco que hacer con los provenientes de las tierras norte. La realidad es que este proceso migratorio ha permitido que vivamos en la sociedad de hoy. Atrás quedaron esos tiempos donde migrar significaba ir en contra del juego.

    Quizás usted, amigo lector, considera que no necesita viajar para poder sobrevivir. En realidad, ni siquiera necesita salir de su comunidad. Donde está tiene todo lo que necesita. Le diré: tiene razón. Si no encuentra un motivo para desplazarse, ni tampoco tiene el deseo, no lo haga. Hoy en día estamos en una sociedad donde ni siquiera nos dio tiempo en pararnos a pensar que los básicos para sobrevivir vienen de todas partes del mundo, cuando, de repente, diferentes tecnologías aparecieron y nos ahorraron el tiempo de ir a buscar nuestros productos. Con un par de clics a su pantalla tendrá, como se dijo antes, todo lo que necesita. El sistema de dependencia que tenemos unos con otros, a niveles globales, nunca ha sido tan evidente en la historia a como lo es hoy.

    En la prehistoria, no es solo que confiar ciegamente en un desconocido (o en sus bienes y servicios) significara muerte. La idea del funcionamiento de nuestra sociedad actual y nuestra normalidad de migración era inimaginable. Sin embargo, logramos nadar contra ese instinto. Es como si entre medio hubiésemos desarrollado una tercera respuesta: ¿qué pasa si decido no huir ni luchar?

    ¿Será esta capacidad de elegir contra el instinto la verdadera distinción entre el ser humano y el resto de las especies?

Una pequeña pisada para el perro…

Laika en la cabina de un cohete espacial

El domingo 3 de noviembre de 1957, a las 5:30 A.M. (hora de Moscú), con la fuerza de su único núcleo central y sus cuatro aceleradores laterales, el satélite espacial Sputnik 2 despegó desde el Cosmódromo de Baikonur (actual Kazajistán), con dirección a la órbita baja de la Tierra. Se trataba del segundo satélite puesto en órbita por el entonces Programa espacial de la Unión Soviética (СССР). Fue todo un hito histórico, sobre todo si tenemos en cuenta el contexto de la época. Aquella mañana de otoño, la humanidad descubrió que el cielo ya no era el límite.

    En aquellos años, las misiones espaciales eran un secreto de Estado. No se transmitían en vivo ni eran anunciados al público. Pocas horas después del despegue del Sputnik 2, la agencia de noticias soviética TASS emitió un comunicado oficial. El mundo entero se enteró del éxito del lanzamiento. La bomba mediática explotó cuando, en el mismo comunicado, se reveló que dentro de la nave se encontraba una “tripulante”. Se trataba de Laika, una perrita moscovita. Sin saberlo, se había convertido en el primer ser vivo en orbitar la Tierra.

    Laika fue recogida de las calles de Moscú. Mestiza, de alrededor de 3 años. Los científicos soviéticos eligieron perros callejeros porque estaban acostumbrados a condiciones extremas, como el frío, el hambre y el estrés, lo cual los hacía más resistentes. Fue seleccionada entre varios candidatos por su temperamento tranquilo, obediencia y resistencia física.

    El viaje de Laika fue parte de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El Sputnik 1, había sido lanzado el 4 de octubre de 1957. Nikita Kruschov, entonces dirigente de la Unión Soviética (URSS) durante esos años, exigió una nueva hazaña para el aniversario de la Revolución de Octubre, por lo que se decidió lanzar Sputnik 2 rápidamente, en menos de un mes. Fue una misión sin retorno planeado, pues no había tecnología ni tiempo de planificación para traerla de vuelta.

    Durante varias semanas, Laika fue sometida a rigurosos entrenamientos. Vivió en espacios diminutos, similares a los de la cápsula en la que viajaría. Fue entrenada para aceptar comida en forma de gelatina. Soportó centrífugas, simulando la aceleración del cohete, al igual que ruidos y vibraciones intensas, similares al lanzamiento. Durante todo ese tiempo, su estado físico fue monitoreado con sensores médicos para evaluar su aceptación a los ejercicios.

    El día del lanzamiento, todo estaba listo. Los objetivos eran claros: se deseaba comprobar si un ser vivo podía sobrevivir al despegue, la ingravidez y a las condiciones orbitales. La nave contaba con instrumentos para mediciones cósmicas (puesto que también se buscaba estudiar el comportamiento de la radiación), y signos vitales de Laika. La cabina de Laika tenía un sistema de ventilación, oxígeno, comida en gelatina, y un sistema de recolección de desechos. La perrita fue fijada en un arnés, sin  mucha más movilidad que sentarse, acostarse y girar un poco.

    El despegue fue limpio, sin complicaciones. En menos de cinco minutos de vuelo, el Sputnik 2 se encontraba en órbita. Laika se encontraba en el espacio, dando vueltas alrededor de la Tierra. La noticia fue un gran golpe propagandístico. La URSS le había demostrado al mundo su superioridad científica sobre EE. UU. Sin embargo, los problemas no tardaron en llegar. Aunque el Sputnik 2 contaba con sistemas de control térmico, estos fallaron parcialmente. La temperatura dentro de la cabina subió rápidamente hasta más de 40 °C, lo cual fue fatal para Laika. En ese momento, la versión oficial soviética dijo que Laika murió sin dolor tras varios días en órbita, por falta de oxígeno o con una inyección letal. Pero en 2002, científicos rusos revelaron la verdad: Laika murió pocas horas después del lanzamiento, probablemente entre las 5 y 7 horas siguientes, debido al sobrecalentamiento de la cápsula. Laika murió estresada, asustada y acalorada.

    ¿Puede imaginarse a usted en esa misma situación, amigo lector?

    La nave siguió orbitando la Tierra durante más de 5 meses. Finalmente, reingresó a la atmósfera el 14 de abril de 1958, desintegrándose al entrar.

    La misión de Laika fue un logro científico, pero también un shock ético internacional. Muchos científicos y personas en todo el mundo criticaron el uso de un ser vivo en una misión sin retorno. Esto llevó a que se mejoraran los protocolos de protección animal en experimentos espaciales posteriores. Su historia es un símbolo de los sacrificios silenciosos en nombre de la ciencia.

    Aunque trágica, la misión proporcionó valiosa información: confirmó que un organismo vivo podía sobrevivir al lanzamiento y a la microgravedad. Mostró los riesgos del sobrecalentamiento y la importancia del control térmico.

    Posterior a Laika ascendieron varios animales. Por destacar algunos: Belka y Strelka, de Sputnik V; Ham, de Mercury-Redstone 2; Juan, considerado el primer astronauta argentino, de Canopus II. En particular, la historia que más llama mi atención es la vivida por la parisina Félicette, la primera gata en viajar al espacio.

    La historia de Laika no es el eje central de este bloque. Sin embargo, en vista a las propuestas de retorno a las caminatas lunares y el turismo espacial impulsado por empresas privada, quise evocar a la primera viajera de aquellos valientes animales que fueron puntos de partida para las futuras misiones tripuladas por humanos. Esta línea es mi homenaje final.

    Claramente, la participación de estos animales no fue voluntaria. Ni Laika, ni Ham, ni Félicette, ni cualquier otro animal, realizó una solicitud en el programa espacial más cercano para entrenarse por semanas y salir de la tierra. El “servicio” de todos ellos fue de mera experimentación para antes —y después— de la salida del ser humano. Todos ellos se convirtieron en héroes involuntarios, algunos anónimos, que facilitaron las futuras hazañas espaciales realizadas por nuestra especie. Sin la información obtenida de estos viajes, probablemente la humanidad habría tardado mucho más en cruzar la frontera del cielo.

    A diferencia de Laika, Yuri Gagarin, primer humano en viajar al espacio, regresó vivo y se convirtió en héroe internacional en 1961. Su viaje marcó un antes y un después en la historia humana, demostrando que salir de la Tierra y regresar con vida era posible. Desde entonces, el ser humano ha extendido constantemente su presencia en el espacio, pisando la Luna en 1969 con Neil Armstrong y Buzz Aldrin, construyendo estaciones espaciales habitadas que orbitan nuestro planeta de forma permanente, y enviando satélites artificiales que permiten la comunicación, prácticamente, por cada rincón del planeta.

    El viaje espacial es, sin lugar a duda, uno de los grandes logros de nuestra especie.

    Sin embargo, ¿qué significa este logro desde la perspectiva de los animales que lo hicieron posible? Para Laika y el resto de las especies involucradas, estas misiones no tuvieron ninguna relevancia. Ni perros, ni monos, ni gatos, ni ninguna otra especie se benefició directamente de la exploración espacial. Haber superado los límites de la atmósfera terrestre no cambió en absoluto su forma de vida ni significó una ventaja evolutiva para ellos o su descendencia.

    ¿Se habrán preguntado alguna vez los animales qué hay más allá del cielo encima de ellos? Es difícil—si no imposible—responder esta pregunta. Es claro que, durante todo este tiempo (quiero decir, desde que dejaron de ser un conjunto de células para pasar a ser órganos complejos), no se interesaron en ello, y si lo hicieron, nunca actuaron ante tal interés. Fuimos los únicos seres que nos planteamos la posibilidad de superar nuestros límites planetarios y explorar lo desconocido.

    ¿Por qué?

    En realidad, no los culpo. Desde la vista del gen, intentar ir al espacio es completamente anti intuitivo, es un desafío absurdo e incluso contrario a las leyes evolutivas fundamentales. El espacio es hostil y letal para la vida. Allí no existe aire respirable, alimentos disponibles ni refugio natural alguno. No hay razones obvias para que una especie se aventure fuera de su entorno natural seguro. Si el reto supera a la capacidad de adaptación, el resultado es muerte. Son las reglas del juego. Nuestro gen, como hemos discutido antes, busca asegurar la preservación de la especie, y en el espacio esto es imposible. Probablemente, los animales perciban esto instintivamente y, por eso, jamás han destinado tiempo, energía o recursos en crear su propio programa espacial.

    El ser humano, consciente de estos peligros, ha decidido invertir inmensos recursos para continuar explorando el cosmos, asumiendo voluntariamente el riesgo de no regresar. El viaje espacial, en particular, ejemplifica claramente cómo ciertas acciones humanas desafían los principios fundamentales del gen: sobrevivir y reproducirse. En el espacio exterior, las probabilidades de supervivencia y reproducción son prácticamente nulas. Esta aparente contradicción revela algo crucial sobre nuestra naturaleza. Aunque genéticamente compartimos con los demás animales la necesidad biológica esencial de preservar la especie, los seres humanos desarrollamos la capacidad de cuestionar e ignorar ese imperativo biológico.

    Desde el punto de vista de la evolución, emprender un viaje espacial es irracional, pues pone en riesgo nuestra supervivencia en nombre de una meta intangible y abstracta: satisfacer nuestra curiosidad. Nuestra sed única de conocimiento, comprensión y significado nos impulsa a afrontar desafíos que podrían poner en peligro la continuidad de nuestra especie, pero que, paradójicamente, también nos obliga a adaptarnos continuamente a nuevos entornos y retos.

    No pienso que satisfacer nuestra curiosidad (lo que en su esencia significa) sea un acto propiamente humano, ni mucho menos de supervivencia. En el pasado, cuando los humanos aún teníamos que salir a cazar nuestra propia comida (esperando que ella no nos cazara a nosotros), si escuchaba un ruido proveniente del movimiento de los arbustos, el cazador solo tenía la certeza de que no había sido el quién provocó el ruido. Seguramente usted pensará, amigo lector, que el ruido del movimiento de los arbustos haya sido por una amenaza. Yo también pienso lo mismo y lo último que haría sería acercarme. Para que usted y yo creamos eso, nuestros antepasados cazadores tuvieron que pensar lo mismo. Esa idea se transmitió de generación en generación y hoy en día lo tenemos presente, aunque ya no cacemos nuestra propia comida. Los cazadores que no creyeron que el ruido pueda ser un peligro, se acercaron al arbusto y, muy seguramente, fueron atacados por algún animal salvaje, impidiendo (¿puedo decir “por suerte”?) que su gen se siguiera reproduciendo. En la actualidad, si escuchamos un ruido no reconocido en nuestro entorno (sobre todo en nuestras casas), solemos quedarnos quietos agudizando nuestra vista y oído intentando encontrar el motivo, o nos acercarmos de manera discreta y a la defensiva (casi como si estuviéramos dentro de una película de suspenso) hacia el lugar de origen del ruido. Detrás de la pregunta “¿Qué fue ese ruido?”, está “¿Qué peligro está cerca de mí y no lo he identificado?”.

    Entonces, ¿por qué lo hacemos? ¿Por qué hemos invertido enormes cantidades de recursos, tiempo y esfuerzo en estudiar, comprender y planificar viajes a los entornos más hostiles que, desde un punto de vista genético, no tienen justificación alguna?

    Quizás la respuesta a esta paradoja sea nuestra capacidad única de ir en contra de nuestros impulsos genéticos. El filósofo francés Albert Camus decía que “el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es”. Esta frase encaja perfectamente con nuestra relación con el espacio: elegimos desafiar las leyes biológicas que rigen a todas las especies conocidas, no porque el espacio nos ofrezca ventajas inmediatas, sino porque sentimos una profunda necesidad de explorar, descubrir y comprender lo desconocido. Este sentimiento supera cualquier barrera biológica.

    La historia ha demostrado que el ser humano tiene la capacidad de poner voluntariamente las necesidades del gen en un segundo plano.

    Esta particularidad humana nos empuja constantemente a asumir desafíos, obligándonos así a adaptarnos continuamente a circunstancias cada vez más extremas. Ir al espacio no es una decisión racional desde el punto de vista biológico, pero sí profundamente significativa desde una perspectiva humana más amplia y existencial. Nuestra capacidad de perseguir metas que trascienden la supervivencia inmediata nos define como especie y podría ser, precisamente, nuestra mayor virtud o nuestro más trágico defecto.

    ¿Qué ocurre cuando ya no estamos motivados únicamente por el instinto? ¿Qué hacemos con nuestro tiempo cuando no estamos ocupados en la mera supervivencia?

    Precisamente, nuestra capacidad para plantearnos estas preguntas profundas y arriesgarnos en su búsqueda podría ser la verdadera esencia de lo que nos distingue de otras especies. Cuando no estamos limitados por la necesidad de luchar o huir —cuando no estamos sujetos estrictamente a los dictados de nuestro gen— elegimos dedicar nuestro tiempo a la comprensión del mundo que nos rodea, sin importar los riesgos que esto implique. Esta sed de conocimiento y la confianza en nuestra capacidad para sobrevivir a nuevos desafíos es precisamente lo que exploraremos en el siguiente bloque.

Persisto, no tengo tiempo para preservarme

Retrato de Galileo Galilei
Por Justus Sustermans en Galería Uffizi

El 22 de junio de 1633, Galileo Galilei, uno de los científicos más importantes de la historia, fue obligado a comparecer ante el Santo Oficio de la Inquisición en Roma. Su delito: haber sostenido públicamente que la Tierra se mueve alrededor del Sol. Sus ideas acerca del heliocentrismo eran vistas como una grave herejía. El mundo de su época aceptaba el modelo geocéntrico de Ptolomeo, en el cual la Tierra era el centro del universo y todo giraba en torno a ella. Galileo, sin embargo, defendía el modelo heliocéntrico propuesto por Copérnico, apoyado en observaciones empíricas con el telescopio, una tecnología revolucionaria que él mismo ayudó a perfeccionar.

    El juicio fue breve, y el desenlace, implacable. Ante la amenaza de tortura y muerte, el científico de 69 años pronunció, de rodillas, una abjuración pública de sus propias teorías, retractándose formalmente. El tribunal lo condenó a arresto domiciliario perpetuo. Copias de la sentencia se difundieron rápidamente por toda Europa, marcando a Galileo como una figura controversial y, para muchos, despreciable. Galileo sabía muy bien el costo que tendría desafiar el pensamiento dominante: desprestigio, persecución, aislamiento. Aun así, decidió seguir adelante. Sabía que sus ideas eran verdaderas. En su vejez, encerrado en su villa de Arcetri, continuó escribiendo y trabajando.

    Hoy, casi cuatro siglos después, sabemos que Galileo tenía razón.

    Galileo no fue el único. René Descartes, profundamente influenciado por el juicio al científico italiano, decidió no publicar muchos de sus textos en vida para evitar la misma suerte. En la primera parte de su Discurso del método (1637), Descartes escribió: “No basta con tener un buen espíritu; lo principal es usarlo bien”, una muestra de prudencia que marcó gran parte de su carrera.

    La historia está llena de pensadores, científicos y artistas que, aun sabiendo las consecuencias negativas que tendrían sus ideas, decidieron seguir adelante. Algunos fueron asesinados, otros burlados, exiliados, olvidados. Todos usaron su tiempo de una manera que no apuntaba directamente ni a sobrevivir ni a reproducirse.

    Giordano Bruno fue quemado en la hoguera en 1600 por defender ideas cosmológicas radicales. Sócrates fue condenado a beber cicuta tras ser acusado de corromper a la juventud con sus enseñanzas filosóficas. Miguel Servet fue ejecutado en 1553 por sostener ideas teológicas distintas a las dominantes. Ignaz Semmelweis, pionero del lavado de manos en medicina, fue menospreciado y aislado por afirmar que los médicos debían lavarse las manos para prevenir infecciones; murió en 1865 en un hospital psiquiátrico en la pobreza y la desesperación. Alfred Wegener fue desestimado por su teoría de la deriva continental. Dian Fossey, defendió incansablemente la conservación de los gorilas, lo cual la llevó al aislamiento social y, finalmente, a ser asesinada en 1985 en circunstancias trágicas.

    Estas personas no eran ajenas a las posibles consecuencias. Sabían que estaban desafiando estructuras establecidas. Eligieron seguir sus convicciones intelectuales y morales a pesar del riesgo de marginación o muerte. Y, aun así, persistieron.

    El rechazo social no es poca cosa. Desde un punto de vista evolutivo, ser rechazado por el grupo era casi una sentencia de muerte. El ser humano es social por necesidad: nuestra supervivencia ha dependido históricamente de la cooperación. El desprecio o la expulsión del grupo significaban enfrentar el mundo sin apoyo, con menor acceso a alimento, protección y posibilidad de reproducirse. Por eso buscamos encajar, agradar, ser aceptados. No se trata solo de psicología, sino de biología.

    Hubo quienes rompieron ese mandato de adaptación social, no estaban interesados en encajar. Su motivación era otra: una pregunta, una obsesión, una teoría, una obra. No buscaban ser parte de su tiempo; querían transformarlo. En el fondo, sabían que el precio era alto: aislamiento, burla, soledad. Pero eligieron gastar su tiempo en eso, desafiando a la biología. Como se dijo antes, el ser humano tiene la capacidad de poner voluntariamente en pausa las necesidades del gen. Y lo hace.

    Piénselo bien: si el objetivo biológico es sobrevivir y reproducirse, ¿por qué alguien dedicaría su vida a resolver un problema matemático sin aplicación inmediata? ¿Por qué invertir décadas en hallar una partícula subatómica o en entender el origen del universo? ¿Por qué encerrarse en un laboratorio para descubrir cómo emitir luz azul con un LED, sabiendo que otros muchos han fracasado antes? ¿Por qué pasar años pintando cuadros que nadie compra, escribiendo libros que nadie lee, componiendo sinfonías que nadie escucha?

    Oscar Wilde terminó en prisión, marginado por la sociedad victoriana. Nikola Tesla murió solo en una habitación de hotel, sin haber visto el reconocimiento merecido. Friedrich Nietzsche pasó sus últimos años en estado mental deteriorado, ignorado por muchos de sus contemporáneos. Incluso Isaac Newton vivió aislado, obsesionado con la alquimia y perseguido por conflictos personales hasta su muerte.

    Amigo lector, ¿qué haría si supiera que eso por lo que trabaja no mejorará su supervivencia, ni le garantizará descendencia, ni le traerá prestigio? Aun así, ¿lo haría?

    Todos estos personajes que le mencioné, y seguramente muchos que vendrán a su cabeza, tienen una particularidad. Estas figuras no se limitaron a obedecer las reglas del gen: las desafiaron.

        La diferencia entre nosotros y el resto de los animales no es solo nuestra capacidad para desafiar las necesidades adaptativas. Si los animales tienen estas reflexiones, no es fácil de demostrar; y si hipotetizásemos eso, tampoco de desmentir. Lo que no hay duda es que los humanos hemos sabido materializar esta capacidad. Se trata del cómo utilizamos ese tiempo donde no estamos luchando o huyendo, o como me gusta referirme, el que hacemos con nuestro tiempo genéticamente libre”.

    A lo largo de nuestra existencia, la humanidad creó civilizaciones y jerarquías sociales; idiomas, escritura e imprenta; educación; medios de transporte y comercio, intercambio cultural, medios para expediciones; conexiones globales y medios de comunicación; medicación, intervención y modificaciones fenotípicas. La lista de hazañas es interminable. Cualquier gran hazaña que se le venga a la cabeza hecha por el ser humano fue realizada en nuestro tiempo genéticamente libre”. Grandes proezas se realizaron aun sabiendo que, de cierta manera, continuarlas podía concluir en muerte, tanto para la especie como para él o los individuos que persistieron en su idea. La ironía de esto es que, mientras no estábamos buscando cómo preservarnos, hoy, muchos de esos grandes logros, nos ayudan a hacerlo mucho mejor. Amigo lector, esto no es ninguna sorpresa, pues, la misma evolución no ha llevado a esta forma de actuar.

    En medio del abismo existente entre “cómo vivir” y “qué vivir”, en cuanto nos alejamos más de la una borde para acercarnos a la otra. Cuando notamos en las vidas de los grandes pensadores e influyentes de las distintas épocas la magnitud e impacto de sus obras. Donde, sin poder quitarnos las cadenas, dejamos de ser prisioneros de los imperativos impulsos primarios y encontramos el morir más atractivo que el adaptarse. Aceptando nuestra molecular existencia dimensional, espoleando nuestro ingenio por fuera de los límites. Es ahí donde considero que se encuentra la diferencia.

    Podemos construir herramientas para la guerra o para curar enfermedades, podemos crear belleza o destrucción, podemos gastar años buscando una fórmula que jamás llegue o resolviendo una ecuación que cambie el rumbo del conocimiento. Todo depende de qué decidimos hacer con el tiempo que no dedicamos a lo que dicta el instinto.

    Mientras que toda especie comprende que si no se adapta, muere, el ser humano decidió dejar de preguntarse si debía de hacerlo y empezó a apostar. Apostó contra el entorno, contra las reglas, contra la lógica, contra la razón. A veces ganó, a veces perdió. Pero en cada intento, el gen aprendió algo nuevo, y con él, nuestra especie.

    El 29 de diciembre de 1881, desde La Haya, Vincent van Gogh le escribió una carta a su hermano Theo. Apenas un año antes, Vincent había decidido dedicarse al arte a tiempo completo. Su familia —en especial su padre— no aprobaba del todo su camino artístico, lo que lo hacía sentirse aislado, pero Theo siempre fue su principal apoyo emocional y económico. En dicha carta le cuenta sobre la necesidad de coraje para emprender nuevos caminos, tanto en el arte como en la vida. Muestra una mezcla de inseguridad, pero también una fuerte determinación, dejando claro que, aunque sabe que el camino es difícil, está dispuesto a recorrerlo. En la última línea de uno de sus párrafos finales, Vincent escribe la que es una de las citas más conocidas del artista: “¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?”. Sus obras sobre lienzo, de las más valoradas por los críticos y coleccionistas en la actualidad, son consideradas como máximas representaciones del postimpresionismo, movimiento artístico con auge a finales del siglo XIX caracterizado por trazos que buscaban distanciarse del estilo realista y mimético para acercarse más a la apreciación subjetiva y la transmisión de emociones por parte del artista, principios que servirían de bases para movimientos posteriores. El 29 de julio de 1890, Vincent van Gogh, de 37 años, muere por la infección de una bala autoinfligida en su tronco dos días atrás, prácticamente desconocido y en extrema pobreza.

— Dr. Francisco Somarriba L .

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Amigo lector, gracias por haberme brindado parte de su valioso tiempo. Ahora le devuelvo la pregunta con la que comenzó esta entrada: ¿Cuál cree usted que es la diferencia entre el humano y el resto del reino animal? ¿En qué invierte su tiempo cuando no está intentando seguir los dictados del gen? Si lo desea, comparta sus ideas en la sección de comentarios. Estaré encantado de leerlas.

Para cualquier contacto, no dude en visitar drfsomarriba.com.

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